Juan Alejandro Tapia /Foto: Cortesía
[Opinión] Periodistas al banquillo
El caso del que hasta la semana pasada fue corresponsal de Caracol en Cartagena, con contrato en la Alcaldía, desnuda la estrecha relación de los periodistas con los poderes a los que deben vigilar. Es, apenas, una muestra de lo que se mueve a través de asesorías y pauta oficial, recuerda Juan A. Tapia.
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Fue viral en X (antes Twitter) que uno de los corresponsales de Noticias Caracol en Cartagena figurara como contratista de la oficina de comunicaciones de la Alcaldía de esa ciudad mientras cubría para el canal de televisión la información de la capital bolivarense. Desde que su caso se hizo conocido, el periodista —quien ya no trabaja con el medio de comunicación— debe estar preguntándose la razón de tanta alharaca por un comportamiento que no es delito ni marca una diferencia significativa con muchos de sus colegas.
Para quienes todavía no comprenden el motivo de la polémica, lo que no es de extrañar en una sociedad que normalizó correr los márgenes éticos a su acomodo, una explicación adicional: si un periodista sale a la calle a indagar hechos de violencia, economía, servicios públicos, urbanismo, salud o de otro tipo, que atañen a la Administración que le paga por sus servicios desde el área de comunicaciones, constituye un evidente conflicto de interés. Y que en ningún momento la audiencia del noticiero más visto del país reciba una alerta de esa doble función es, cuando menos, deshonesto.
Pero, insisto, no es un delito. Como no lo es abaratar los costos de una obra con materiales de menor calidad solamente para ganar una licitación; agarrarse de un tecnicismo procesal para sacar a un reo de la prisión a pesar de que las pruebas lo incriminen; negar procedimientos médicos o drogas específicas a los pacientes hasta que una tutela lo ordene; introducir un ‘mico’ en un proyecto de Ley debatido en el Congreso, ni tantas conductas a medio camino entre la falta de ética y la ilegalidad. Contrario a lo que indica el hacinamiento en las cárceles, los colombianos no somos expertos en violar la ley, sino en hacerle el quite.
Los periodistas no pueden vivir en ese territorio fronterizo, que se torna más complejo de analizar cuando lo que está de por medio no es un burdo contrato de prestación de servicios, sino la mordaza de tela fina de la publicidad oficial. Para nadie es un secreto que el apoyo de la prensa ha sido clave en la construcción de la narrativa que ha posicionado a Barranquilla como un modelo de gestión pública digno de replicar en otras ciudades. Lo que no es tan claro es la metodología de la asignación de pauta para conseguirlo.
El trabajo de un periodista es ser honesto, por encima de cualquier virtud; y el de la prensa, vigilar al poder. Hay directores de medios a quienes un general, un magistrado, un ministro o hasta el presidente de un país les entregan información de primera mano; hay cronistas que manejan a su antojo las técnicas narrativas y reciben premios por doquier; hay reporteros que adquieren notoriedad por su labor social como monjas de caridad, pero si todos ellos no obran con honestidad ni ponen la lupa sobre los poderosos, no deben ser considerados buenos periodistas.
Usar la pauta oficial como incentivo es la estrategia que ha hecho carrera en Colombia para que los periodistas adopten una actitud tolerante con los gobernantes. En la era de las redes sociales, ocultar una olla podrida carece de sentido, pero es posible bajarle el perfil o equilibrar las cargas ante la ciudadanía para manipular la opinión pública. De ahí el desfile interminable de mandatarios y funcionarios por los medios de comunicación y la obsesión periodística nacional por la llamada “voz oficial”.
En esta dinámica mercantilista los periodistas no son marionetas inocentes de los sucesivos gobiernos nacionales y administraciones locales. Forman parte activa de la estrategia: reclaman, exigen, llegan al extremo del chantaje. Que levante la mano el jefe de comunicaciones que no haya sentido nunca el acoso de un periodista por pauta oficial. Algunos son capaces de no publicar información relevante para sus comunidades como mecanismo de presión para obtener su tajada.
La maquinaria está tan bien engrasada que no despierta indignación ni un examen de conciencia. Los periodistas recién destetados de las universidades reciben una herencia maldita y crecen convencidos de que es “normal” cuadrar sus ingresos con pauta oficial. Montan una página de noticias en la web, sin movimiento ni visualizaciones, y esperan su turno en la fila. Alguna migaja caerá.
Es una de las razones para la pérdida de credibilidad en los periodistas, no en el periodismo como función social. Periodismo, con las uñas, hacen los ciudadanos que reportan hechos en tiempo real con sus celulares; periodismo hacen los veedores cívicos que informan, con documentos en mano, los sobrecostos y demoras en una obra; y periodismo hacen los periodistas que buscan alternativas dentro de su profesión para no mancharse las manos con la pauta oficial.