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La millonaria inversión que transforma las casas de la Barranquilla rezagada

Vidalvis Montaño es una de las beneficiarias de 'Mi Mejora', el programa con el que la Alcaldía de Barranquilla remodela las cocinas, baños y pisos de las casas más pobres de esta capital. /Foto: Tatiana Velásquez.

La millonaria inversión que transforma las casas de la Barranquilla rezagada

Una de las banderas del tercer gobierno de Alejandro Char es la remodelación de 20.000 viviendas en los barrios más pobres. La primera etapa comenzó con 8.270 intervenciones. El programa va lento, en parte, por la precaria infraestructura de los hogares beneficiarios.

Esta historia forma parte del especial periodístico ‘Hablemos del Plan: del papel a la realidad’ .

Al ritmo de Regalo a Barranquilla, merengue interpretado por el célebre Diomedes Díaz, un hombre vestido de negro ingresa a la casa de Deisy Sánchez, en Carrizal. La abraza y durante 27 segundos se sincronizan al compás de uno de los himnos del Carnaval de esta capital. 

Para Deisy, este viernes de agosto es de celebración. El hombre de negro, su compañero de baile, es el alcalde Alejandro Char y la canción vallenata que, estridentemente, resuena en la sala de su casa será el preludio de un anuncio importante: su hogar formará parte del programa de mejoramiento de viviendas que la Alcaldía ejecuta desde mayo en las zonas más pobres de Barranquilla, como Carrizal, su barrio.


El 24 de octubre, casi dos meses después de ese anuncio viral en redes sociales, el alcalde —ahora vestido con camiseta blanca— regresa a Carrizal para buscar a Deisy. Baila una vez más con ella el merengue de Diomedes, que en esta ocasión ambienta la entrega oficial de la remodelación: la cocina y el baño ya tienen enchapes nuevos; las paredes están pintadas de blanco y el piso es un tapiz de baldosas brillantes.

Yo le quiero dar las gracias a usted y a todo su equipo de apoyo, dice Deisy emocionada, vestida y peinada para la gala. 

Ella es uno de los rostros de Mi mejora, una millonaria inversión del gobierno de Char para transformar las viviendas de los más pobres de esta capital. Un programa que, además, le sirve al alcalde para mantenerse como un mandatario cercano, popular, a quien la estela de corrupción con la que llegó a ocupar, por tercera vez, el Paseo Bolívar no le hace mella. 

De hecho, ganó sobrepasando la histórica suma de 400.000 sufragios y en muchas de esas barriadas es visto como si fuera uno más de esa Barranquilla que aún tiene un largo camino por recorrer para parecerse a la otra Barranquilla —a donde él realmente pertenece—: la de las fotos de Instagram, la de las emisiones de los noticieros bogotanos, la de los influenciadores digitales, la de las ferias y exposiciones en el Centro de Eventos Puerta de Oro.

Una Barranquilla idílica dentro de una Barranquilla sin filtros. Ambas son retratadas por las mediciones periódicas del Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas (Dane) y la Policía. Sin embargo, la relativa calma y el evidente progreso de la primera suelen eclipsar el persistente rezago de la segunda

Está la Barranquilla del Malecón, del Ecoparque Mallorquín, la que recibe a la Selección Colombia, la que canaliza arroyos, la que recupera y construye parques, la que mejora la infraestructura de colegios y hospitales, la que pavimenta masivamente sus vías, la que vive evocando a Miami, la que se cree Quillami. 

Esa Barranquilla, de transformación evidente, convive con la de casi 600.000 habitantes pobres (incluyendo Soledad); 220.000 viviendas con problemas de infraestructura; población extorsionada al desayuno, al almuerzo y a la cena; masacres, al menos, una vez por semestre; bandas del crimen organizado que, sin contemplaciones, cercenan a sus adversarios hasta convertirlos en despojos humanos para arrojarlos después en potreros, aceras con peatones e, incluso, en zonas donde juegan niños. 

Una ciudad con indicadores muy similares a los de otras capitales colombianas y sin la excepcionalidad que la propaganda distrital resalta a diario.

A esa Barranquilla apunta el tercer gobierno de Char con Mi Mejora, programa de una de las cuatro líneas estratégicas (Ciudad Segura y Solidaria), del Plan de Desarrollo Barranquilla, a otro nivel 2024-2027.

La misma ciudad que como candidato y, luego, como mandatario electo prometió transformar. “Esta no es la Barranquilla que queremos nosotros”, reconoció hace un año desde el suroccidente.

La resignación

Shirley Castro se encargó de inscribir la vivienda de su abuela Salvadora Segovia en ‘Mi Mejora’. Foto: Tatiana Velásquez.

A sus 90 años, Salvadora Segovia Escorcia ya estaba resignada a morirse con su casa achacada. Ese adjetivo, que en Colombia describe a una persona indispuesta por enfermedad o vejez, Salvadora lo usa para recordar el estado de su vivienda hasta hace unos meses.

Si no fuera por los muchachos, yo no tuviera esta casa como la tengo. Estuviera lo mismo que antes. Es que eso es mucha plata, señito.

“Los muchachos” a los que esta abuela delgada, de cabello blanquinegro y piel morena alude son una cuadrilla de trabajadores contratados por la Alcaldía de Barranquilla. Y con “mucha plata” recuerda lo costoso que una remodelación de $24.183.796, de la que fue beneficiaria, significaría para un hogar como el suyo: cinco adultos y dos niños que subsisten con menos de dos salarios mínimos mensuales.

Sentada en una mecedora de cojín rojo, con pijama amarilla, Salvadora comienza a enumerar, sin pausa, los cambios de su casa, en el legendario barrio Rebolo, a pocos metros de los Tres Postes.

Todo me lo cambiaron. Me pusieron puertas, baldosas, lavamanos, cocina nueva, plumas nuevas, estufa, señito.

Cada mañana, tan pronto se levanta, le pide fuerzas a Dios, “como las de antes”, y claridad para sostenerse, “como antes”. Aunque ya no camina con la agilidad del pasado por unas cataratas que le nublan la vista, recorre su casa sin problemas y palpa los cambios. 

Claro, claro, ya no veo, pero sí veo un poquito y sé dónde están las cosas. Prendo el foco, me baño y me voy a la cocina, señito.

Allí, cuela café. Luego, se va a la sala a desayunar la arepa, empanada o carimañola que uno de los tres hijos con los que vive le compra, en una fritanga cercana.

Salvadora recuerda que a esta casa llegó hace 45 años procedente de otro sector de Rebolo. Su esposo, un albañil de profesión que murió hace más de una década, la construyó con sus propias manos, ladrillo a ladrillo.

Él tenía sus ayudantes. Murió en la calle. Uff carajo eso fue hace rato, señito.

Pueden haber pasado 15 ó 20 años desde entonces, calcula Shirley, la nieta de 23 años, que vive con Salvadora y fue la responsable de inscribirla en el programa Mi Mejora. Ama de casa y madre de dos niños, Shirley se enteró del programa distrital por redes sociales.

Fui a la Alcaldía y llevé los papeles: el predial, los recibos, las escrituras y la cédula. Me dijeron que estuviera pendiente, que vendrían a ver la casa y vinieron tres veces hasta que comenzaron a trabajar.

Tres hombres, un maestro de obra y dos ayudantes, transformaron la casa durante una quincena. Reemplazaron el cemento del piso por baldosas, construyeron un mesón enchapado para la cocina, instalaron una batea en el patio, cambiaron las redes eléctricas, pintaron las paredes de blanco y renovaron por completo el baño: ahora tiene inodoro, lavamanos, ducha y puerta, donde antes solo había un espacio precario con cortina.

Entre y mire para que vea cómo quedó todo, señito. 

Siguiendo las instrucciones de la abuela, Shirley guía el recorrido, mientras recuerda las condiciones del pasado. Comienza por la sala y la habitación de Salvadora.

Todas estas paredes estaban sin pintar. 

Continúa con la cocina.

Ya no es ni sombra de lo que era antes. 

Y termina en el baño.

Era un desastre total, ni puerta tenía.

Con orgullo, y entre carcajadas, la abuela sentencia:

A mí era la que me tenían que haber cambiado para ponerme de 15.

***

Como primera fase de Mi Mejora, el gobierno de Char destinó $200.000 millones para la remodelación de 8.270 casas. Su meta para 2027 es intervenir 20.000 hogares, por lo que el costo total del programa terminará superando el medio billón de pesos.

La Empresa de Desarrollo Urbano Edubar es la encargada de la gerencia integral del programa, tras el convenio interadministrativo que la Alcaldía firmó con esa mixta el pasado 23 de enero.

Edubar dividió las 8.270 remodelaciones en ocho módulos y contrató, mediante dos procesos competitivos, a ocho contratistas y a dos interventores.

Las ejecuciones comenzaron en mayo.

Aunque no nació con Char, Mi Mejora se ha convertido en una iniciativa mucho más ambiciosa durante esta, su tercera administración. Los mejoramientos de vivienda distritales de la última década se remontan a julio de 2016 con recursos del Ministerio de Vivienda, con la intervención de cocinas y baños en 250 casas. Después, entre 2016 y 2023, la Alcaldía amplió el alcance del programa, mejorando otras 10.000 viviendas con recursos propios.

Ahora, el gobierno de Char apuesta por 20.000 viviendas en menos de cuatro años, asignándoles un presupuesto de $24.183.796 a cada una. Ese monto cubre arreglos en cocinas y baños; el pañete, estuco y pintura de paredes; la instalación de cerámica en los pisos, la regularización de redes eléctricas y el cambio de lavaderos. Si el presupuesto alcanza, incluye las habitaciones.

El optimismo

Desde hace 30 años, la casa de Vidalvis Montaño no tenía ninguna intervención de fondo. Foto: Tatiana Velásquez.

Al igual que a su vecina Salvadora, a Vidalvis Montaño se le iluminan los ojos al hablar de la reciente transformación de su casa. Vive en ella desde que regresó a Colombia hace cuatro décadas, tras haber pasado 10 años en Venezuela. Sus padres se habían separado, y su mamá se la llevó, con apenas cuatro años, a empezar una nueva vida en el entonces próspero país petrolero.

Corría la década de los 70, y miles de colombianos, como Vidalvis y su madre, emigraron a Venezuela buscando las oportunidades que Colombia no les ofrecía. A los 14 años, regresó a vivir con su padre en Rebolo. Allí terminó el bachillerato y comenzó a contribuir a los gastos del hogar. Siendo aún una adolescente, se convirtió en empleada doméstica y niñera.

No pude ingresar a la universidad. En ese tiempo no había técnicos. Si uno no iba a la universidad, no estudiaba. 

Trabajó hasta los 30 años, cuando se comprometió. Continuó viviendo en la misma casa, mientras su esposo asumió la responsabilidad de proveer los ingresos que ella ya no generaba, porque se dedicó por completo a la crianza de los dos hijos que tuvieron. El temor a que pudieran sufrir maltratos en alguna guardería o casa vecina la llevó a renunciar a cualquier posibilidad laboral.

Su padre, con quien vivió hasta el día de su muerte hace cuatro años, logró reunir unos cuantos pesos para remodelar la cocina y el baño. Fueron unos enchapes improvisados —recuerda—, ya que los modestos ingresos que obtenía como carnicero en el Mercado Público no le permitían destinar grandes sumas para mejorar la infraestructura del hogar.

Él madrugaba a las tres de la mañana para recibir los camiones con las reses completas. Las despresaba para que estuvieran listas para la venta desde temprano. Era un trabajo duro, yo digo que por eso murió. Tuvo dolores crónicos en los huesos y al final falleció prácticamente del corazón.

La apretada situación económica de entonces se mantiene igual hoy. Su hogar, ahora sin su padre, sobrevive con menos de un salario mínimo mensual. Algunos meses, cuando escasean los trabajos informales de albañilería, su esposo no logra llegar al $1.000.000.

Los hijos, de 16 y 19 años, todavía dependen de lo que el padre, albañil, y la madre, ama de casa, puedan ofrecerles. Programas estatales de ayuda económica, como Familias en Acción, han aliviado su situación. También cuentan con la matrícula gratuita del sistema escolar oficial y el subsidio sanitario, que les garantiza atención en casos de emergencia médica, acceso a medicinas básicas y consultas con especialistas.

Nosotros no contamos con prima, cesantías ni nada de eso. Siempre estamos jalándonos una oreja para ver si nos alcanza para la otra.

Aunque no es la situación ideal, gracias a ese malabarismo económico que Vidalvis y su esposo practican, logran pagar los servicios públicos mes a mes y asegurar el alimento en su mesa.

En luz pagamos como $100.000 al mes; en agua, unos $80.000 porque tenemos un convenio de pago por facturas viejas; en gas, $35.000, pero desde hace dos meses estamos pagando $200.000 porque sacamos a crédito la nevera. 

Algunos meses, esa factura mensual de $200.000 se lleva una cuarta parte del ingreso del hogar. Un sacrificio que enfrentan con resignación, pero también con entereza, después de dos años sin nevera. Durante ese tiempo, Vidalvis se las ingenió pidiéndoles favores a sus vecinos o improvisando refrigeración con hielo, para enfrentar el inclemente clima barranquillero.

No precisa cuánto le cuesta su canasta básica mensual, pero de no ser por la tienda del barrio y el tradicional vale, su hogar no tendría garantizado el consumo frecuente de pollo, cerdo y huevos. Gracias a ese antiquísimo sistema de crédito, implementado por los tenderos con tirillas de cartón para llevar las cuentas, a Vidalvis y a los suyos no les faltan los tres platos diarios en la mesa.

Compro al menudeo lo que se va necesitando. Arroz, granos, pollo. Por lo general siempre es pollo. Carne (de res) sólo cuando el presupuesto da.

La economía de su hogar estaría aún más asfixiada si ella y su esposo tuvieran que pagar arriendo. Gracias al techo que su padre les heredó, se ahorran hasta $600.000 mensuales, costo promedio de un alquiler en Rebolo.

Es que el arriendo es un saquito sin fondo. Cha, cha, cha, todos los meses, dice moviendo las manos, como si estuviera contando billetes.

Por eso, no deja de sentirse contenta, como si le hubieran inyectado una buena dosis de optimismo con la remodelación de su hogar. 

La calidad de vida nos ha mejorado, sobre todo emocionalmente. Eso de ver, todos los días, que la casa se está deteriorando hace que uno viva en un bajón. Ahora se limpia y se ve limpia. Antes tenía el piso de cemento pulido y uno lo podía lavar o trapear, pero se veía igual.

***

El Distrito proyecta entregar las primeras 6.000 remodelaciones antes del 31 de diciembre próximo. Sin embargo, por el ritmo actual de ejecución, es poco probable que alcance esa meta: hasta ahora van 1.621 viviendas intervenidas (1.121 terminadas y 500 en ejecución).

Y el avance de las remodelaciones no ha sido tan rápido como desearían los contratistas y el propio Distrito, debido, al menos, a dos factores.

El primero es la informalidad con la que se construyeron la mayoría de las viviendas beneficiadas. Un ingeniero asignado a las obras en Rebolo, El Ferry, La Chinita y La Luz le explica a La Contratopedia Caribe que “cada vivienda es un universo, con necesidades particulares”. 

El profesional no se identifica en esta historia porque no es portavoz oficial de Mi Mejora.

Ingenieros como él y los albañiles han encontrado desde cimientos robustos hasta apartaestudios con distribuciones completamente fuera de los estándares técnicos.

— A veces uno llega y encuentra que la cocina no es cocina sino una mesita de madera con estufa eléctrica en la sala.

En algunos casos, los obreros no pueden demoler las paredes para reorganizar los espacios, por el riesgo de colapso del techo. También han encontrado viviendas con serios problemas de nivelación, donde cocinas o baños están construidos a alturas diferentes del resto de los espacios.

— Hay casas que tienen plantillas en buen estado y están niveladas. Otras tienen algunas zonas niveladas, pero otras no. Y se va parte del presupuesto en esas bases y en la impermeabilización, que es lo que no se ve pero es fundamental para la obra.

Y el segundo factor que dificulta una rápida remodelación es alcanzar consensos con los beneficiarios. Antes de iniciar las intervenciones, cada cuadrilla de trabajo acuerda con cada familia las obras a realizar, partiendo del presupuesto asignado y sus condiciones específicas de infraestructura.

Por tanto, para las casas pequeñas y sin mayores problemas estructurales, los recursos suelen cubrir la remodelación completa. A las viviendas más grandes o con mayor infraestructura informal, esa bolsa sólo les alcanza para remodelar baño, cocina, pisos, paredes e instalaciones eléctricas.

 Ese tema de los alcances es bastante difícil. Uno llega, explica lo que se va a hacer y la gente firma. Pero, cuando llegas a trabajar no falta el que ha cambiado de parecer o, incluso, cuando ya todo está listo no quieren firmar el recibido porque piden remodelaciones que no estaban incluidas, porque se salen del presupuesto.

Cuando eso pasa —explica el ingeniero—, cada cuadrilla de trabajo escala el caso a la entidad contratante (Edubar), para pedir autorización. La luz verde dependerá del tipo de obras adicionales y de la disponibilidad de recursos. 

El orgullo

Solucionados los arreglos que su casa necesitaba, Vilma Santamaría dice que su principal problema, ahora, es la impagable factura de energía. Foto: Tatiana Velásquez.

Todo el mundo me dice: ‘¡Ay, niña, qué bien te quedó tu casa, qué bonito te quedó todo!’. Y es que esta es otra casa comparada con la que era antes.

Hace tres meses, Vilma Santamaría volvió a sentir “la misericordia de Dios”, esa manifestación de la bondad divina que invoca a diario para aliviar sus cargas. “Gracias a Dios” —repite—, su casa experimentó el “cambio extremo” que siempre soñó, pero que hasta hace poco sentía inalcanzable.

Ella no veía la hora de reemplazar los pisos “tierrosos”, renovar los enchapes de la cocina y el baño, y cambiar la ventana principal, oxidada y a punto de desprenderse del marco en el que llevaba años empotrada.

Oriana, una de sus nietas, la ayudó a inscribirse en Mi Mejora. Cuando funcionarios del Distrito le notificaron que su casa recibiría un presupuesto cercano a los $24.000.000 en remodelaciones, Vilma no podía creerlo.

$24.000.000, imagínese. Le queda a uno muy difícil reunir esa plata. A nosotros nos ha tocado duro, pero la misericordia de Dios siempre ha estado ahí, dice, efusiva, desde su nueva sala.

Con ese “nosotros”, Vilma, de 73 años, se refiere al hogar que formó hace más de medio siglo junto a su esposo, un cotero del Mercado Público de Barranquilla que falleció de cáncer hace 26 años. Desde entonces, la familia ha crecido, y hoy comparte su techo con 10 personas más, entre nietos y bisnietos.

— Ya va larga la cuestión, dice entre risas.

Y a Vilma y a los suyos les ha “tocado duro” porque el trabajo informal ha sido siempre la regla en sus vidas. El formal, por el contrario, una excepción difícil de alcanzar o sostener en el tiempo.

En esta casa de Rebolo, donde viven 11 personas, solo cuatro cuentan con ingresos asegurados. Dos de ellos ganan un salario mínimo mensual: uno trabaja como vigilante en una carnicería, y la otra, en el aeropuerto Ernesto Cortissoz.

Los otros dos no logran el salario mínimo. Uno depende del flujo de vehículos que llegan al taller donde trabaja como mecánico, y el otro, uno de los hijos de Vilma, subsiste vendiendo cajas recicladas a cacharrerías o mayoristas de alimentos. En ese negocio lo acompaña su hermano Javier, el otro hijo de Vilma.

La pobreza es un estado de vida. Se acostumbra uno a vivir como puede. No es que uno quiera vivir así, pero siempre es escaso el dinero, dice Javier, quien no es uno de los 11 que vive bajo este techo en Rebolo, pero aquí trabaja. Mientras reflexiona, barniza con goma las cajas de cartón apiladas en la remodelada sala.

Sin embargo, por muy escaso que sea el dinero, a esta familia nunca le ha faltado el alimento.

— Así sea tarde, pero algo buscamos para comer, cuenta Vilma.

Y encontrar el alimento para que la mesa no esté vacía no siempre es una tarea sencilla. Vilma y su familia necesitan, al menos, $60.000 diarios para comprar pollo o cerdo, los ingredientes más accesibles de su dieta. La carne de res, en cambio, rara vez aparece en su menú; una libra cuesta $18.000 y así compraran un kilo, no alcanzaría para todos.

— Uno la frita y se encoge.

Ahora que la infraestructura de la casa ya no es un problema, a Vilma la atormenta otra carga: la factura mensual de la energía. Pese a vivir en un barrio de estrato dos bajo, sin aires acondicionados ni electrodomésticos  lujosos que consuman grandes cantidades de electricidad, su factura promedia los $500.000 mensuales, el equivalente a una semana de comida para ella y los suyos. Su deuda acumulada ya ronda los $9.000.000.

— ¿Cómo paga uno eso? No aceptan abonos (Air-e, el prestador del servicio de energía). Hemos intentado abonar $300.000, pero nos piden de entrada $1.000.000 y la situación no está para eso. Es pagar la luz o dejar de comer, enfatiza Javier.

Aunque el agobio por la impagable tarifa de energía acompaña a Vilma a diario, no logra empañar la emoción que siente al ver su casa transformada en un espacio más digno. Su hijo Javier, incluso, ya planea mudarse al patio para que él y su hermano dejen de usar la sala como taller. Primero, deberán construir un techo para proteger los cartones de la lluvia.

— No es ninguna gracia todo lo que se hizo para tenerle a mi mamá la sala de zona de trabajo. Una bendición de Dios es esto. Yo por eso no digo que somos pobres, porque hay gente que vive peor que nosotros. 

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