La de Jairo es una historia que se repite desde hace meses en Cartagena, una ciudad con la mitad de sus trabajadores en la informalidad. /Foto: Ilustración de Liceth Lora.
El rostro del hambre que agudizó la pandemia en Cartagena
La capital de Bolívar es una de las ciudades con mayor desigualdad de Colombia. Cifras recientes del Dane indican que el 34% de sus habitantes está en pobreza monetaria. La historia de la familia de Jairo es tan solo una de las millares que desde marzo pasado, por la llegada del coronavirus, se repiten aún más en sus barrios.
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*Esta crónica fue publicada, inicialmente, en la Revista Visor de la Universidad Tecnológica de Bolívar y se escribió como parte de la asignatura Periodismo II: Crónica y Reportaje, durante el primer semestre de 2020.
“Mami, tengo hambre, tengo hambre”. En medio de lágrimas, Mauro, un niño de cinco años, le pide comida a su madre. Eran las 11 de una mañana de marzo y no había desayunado. Pero, ¿cómo decirle a un niño de cinco años que aún no podrá comer? ¿Acaso lo podría entender?
Con los ojos empañados, Jairo, mi novio, miraba a su hermano sin poder decirle ni una sola palabra. La comida ya se había acabado.
A Alba, la madre de Jairo, se le ocurrió llamar a un viejo amigo para pedirle ayuda aquella mañana. Ya había intentado conseguir unos cuantos pesos con varios conocidos, pero la respuesta era la misma: no tenían dinero porque la pandemia había ajustado sus ya débiles presupuestos.
Le marcó, entonces, al doctor Elías, un viejo amigo que vive en Barranquilla.
—Aló, ¿con quién hablo?
—Hola Elias, te habla Alba Sanabria. Te extrañará mi llamada, pero necesito de tu ayuda.
—Claro, ¿de qué se trata?
—Mi familia y yo hemos pasado días duros. Mis hijos no están trabajando y el hambre ya entró por la ventana. Llevamos una semana comiendo mal y hoy ya no hay nada en la nevera. Sé que tú puedes ayudarme. Préstame dinero, por favor.
—Bueno, Alba, después del almuerzo te consigno 100.000 pesos. Las cosas están duras en todos lados. Lamento no poder ayudarte más.
No tuvieron más opción que esperar.
Todos me preocupaban, pero especialmente temía por Jairo. Lo escuché quejarse por una fuerte punzada en el estómago. Tres meses atrás estuvo hospitalizado por una hemorragia que le generó una úlcera. Los médicos le recomendaron comer siempre a las mismas horas y evitar saltarse el desayuno, el almuerzo y la cena. Palabras vacías en tiempos de pandemia. Ese día, por ejemplo, ya eran las tres de la tarde y no había comido nada.
Poco después, llamó el doctor Elías. Cumplió su promesa. Había consignado.
Acompañé a Jairo a un cajero de Bancolombia, en el centro comercial Los Ejecutivos. Caminamos unas cuantas cuadras desde su casa. Salimos de prisa y sin tapabocas. Si no había dinero para desayunar, mucho menos había para comprar tapabocas.
Esos pesos cayeron como una verdadera bendición. Compramos lentejas, frijoles, arroz, aceite, carne y pan. Ni siquiera pudimos comprar un cartón de huevos: su precio era exageradamente alto. No costaban menos de 15.000 pesos.
De regreso a casa, Jairo rompió en llanto. Le parecía mentira que su familia y él atravesaran por una situación como esta. Sentía zozobra porque el modesto mercado que llevábamos solo alcanzaría para pocos días.
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La de Jairo es una historia que se repite desde hace meses en Cartagena, una ciudad con la mitad de sus trabajadores en condición de informalidad. Viven de lo que las calles les dan a diario. Para ellos el confinamiento solo ha traído hambre. Desde casa no pueden trabajar.
En marzo pasado, Colombia inició una de las cuarentenas más largas del mundo para intentar contener los contagios por coronavirus, una crisis sanitaria sin precedentes que ya suma millares de muertos en todo el país. Cartagena es una de las capitales en alto riesgo por su débil sistema de salud y sus históricas cifras de pobreza extrema.
El desesperado clamor por comida se ha escuchado con fuerza desde distintos barrios de la ciudad. En abril pasado, comunidades pobladas en su mayoría por trabajadores informales sacaron ollas para reclamar ayudas. Ellos han visto palidecer sus bolsillos al no poder trabajar, como lo hacían antes de la cuarentena, en las calles, playas, mercados y el Centro Histórico.
Esas arengas han presionado al gobierno de William Dau, el alcalde de Cartagena que al inicio de la pandemia prometió que a nadie le faltaría alimento: “Mientras yo sea alcalde, en Cartagena nadie pasará hambre”, dijo el 30 de marzo, desde el Palacio de La Aduana, al tiempo que presentaba su Plan de Acción para intentar enfrentar esta crisis sanitaria.
Una promesa imposible de cumplir, pese a los subsidios enviados por el Gobierno nacional y la millonaria inversión de su gobierno en mercados y bonos para alimentación que, hasta el primer semestre de 2020 sumaba $18.803 millones.
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Para Jairo y su familia las afugias económicas llegaron con el anuncio de la cuarentena en marzo y el cierre de discotecas, restaurantes y establecimientos sociales, que pudieran generar aglomeraciones y convertirse en potenciales focos de contagio.
Hasta ese mes, Jairo trabajó en una discoteca los fines de semana. Su hermano Bryan también se ganaba la vida como DJ en otro establecimiento nocturno. Ahora desempleados , ¿de qué iban a vivir? ¿Cómo iban a comer?
Sin la madre trabajando, la vida nocturna era una fuente vital de ingresos para esta familia que sobrevive con la pensión que el padre les dejó, cada vez más corta para pagar el arriendo, los servicios públicos y el transporte y comprar alimentos. Para el ocio o la ropa ya habrá tiempo.
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Otra semana más de cuarentena. Otra semana más de hambre.
Ahora la familia tiene que recurrir a un préstamo al interés. Aunque ese préstamo de un viejo conocido, en pocas semanas, será fuente de nuevas angustias, es una solución inmediata que garantiza techo y comida.
Otro mes de cuarentena. Otro mes de zozobra. Cuando la plata del préstamo se acaba, las esperanzas están puestas en el tendero del barrio.
Una mañana, a finales de abril, Jairo habló con él. Esperó con paciencia a que se fueran los clientes para explicarle al pequeño comerciante su situación. No quería que los vecinos conocieran detalles de su infortunio.
Roberto, el tendero, le fió 150.000 pesos en comida. Lo hizo bajo una promesa de pago la quincena siguiente, cuando debía llegar la comprometida pensión del padre.
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Todas esas semanas acompañé a Jairo desde la distancia. No pude volver a quedarme con él en su casa. No quería convertirme en una boca más por alimentar. Suficiente tenía a cuestas para garantizar que él, sus dos hermanos y su madre tuvieran con qué comer. Hablábamos a diario. Le pedía que no perdiera la fe.
—Yo no creo en brujerías ni en nada de esas cosas, pero cualquiera pensaría que a mi familia le echaron algo. Todo lo malo nos pasa— me dijo en una de nuestras conversaciones telefónicas.
—No seas desagradecido. Dios siempre está con ustedes y jamás los ha abandonado— le respondí.
Jairo rompió en llanto. Hubo un largo silencio.
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Las deudas que durante esta pandemia ha acumulado la familia de Jairo son muchas. Sin él ni su hermano trabajando les será imposible comenzar a pagarlas. Por el contrario, el saldo en rojo aumenta cada día más como una bola de nieve: no han dejado de llamar a conocidos para pedirles dinero prestado. Necesitan garantizar unos cuantos pesos para la comida diaria.
Siempre le digo a Jairo que todo pasará. Le recuerdo cuán necesaria es la fe en momentos difíciles como este. Quizá todo lo que le diga sea en vano y lo seguirá siendo hasta que la pandemia no quede en el pasado y su familia sienta que puede recuperar algo de la normalidad perdida. Aquellos días en que el hambre no les mostraba su rostro con tanta frecuencia.
*Nombres cambiados por petición de las fuentes.