Juan Alejandro Tapia /Foto: Cortesía
[Opinión] Pa’ bravo yo
Instigar a un derramamiento de sangre en las calles de Venezuela o a un “tiranicidio” es tan condenable como el fraude que denuncia la oposición. Es el pueblo, soberano y autónomo, el que debe tomar la decisión de rebelarse, plantea en su columna Juan Alejandro Tapia.
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“¿Prestaría usted a sus hijos para la guerra?”, fue la pregunta que impulsó la reelección del presidente Juan Manuel Santos en medio del proceso de paz con las Farc en La Habana. En un comercial de televisión que apareció en las pantallas en junio de 2014, una madre de familia interrogada por Santos contestaba sin titubear: “No, señor presidente”, y el jefe del Estado, con rostro conmovido, pronunciaba una frase que ofendió a las Fuerzas Militares y a la Policía, pero que reflejaba una realidad inocultable y desigual que 10 años después no ha cambiado: “Es fácil pelear una guerra con hijos ajenos”.
Los constantes y poco sensatos llamados al pueblo venezolano para sacar a Nicolás Maduro de Miraflores a la brava son una muestra de lo fácil que resulta pedirles a los demás el sacrificio patriótico de convertirse en carne de cañón cuando las balas, en caso de la muy probable carnicería del aparato chavista, no son para los hijos de esos instigadores que solo demuestran valor a través de las redes sociales.
En Colombia, hombrecillos del talante del ex vicepresidente Francisco Santos y del abogado ultraderechista Abelardo De la Espriella, quienes a simple vista no parecen tener lo que se necesita para liarse a golpes con nadie, incitan a la rebelión de los venezolanos desde la comodidad de un club bogotano o de una oficina en Miami.
“Venezuela es hoy Normandía”, escribió Santos para Infobae, mientras en su cuenta de X pidió a “la gente” tomarse Miraflores, Fuerte Tiuna y la Asamblea Nacional. Por su lado, De la Espriella insistió en el “tiranicidio”, fórmula que ya había planteado hace siete años en su columna de El Heraldo y que le costó la cancelación de su escrito semanal en ese medio. Palabras más, palabras menos: sacar a Maduro con los pies por delante del Palacio.
“Un dictador no sale del poder por la vía democrática, sino que su propio pueblo debe defenestrarlo, darle muerte, si es posible; de otra manera, no hay futuro. La eliminación del tirano tiene justificación religiosa, política, filosófica y humana. Es más importante la supervivencia de un país que la vida de un sátrapa que ha desgraciado a su pueblo”, publicó en su cuenta de X este autodenominado demócrata, hombre de fe, quien ha iniciado una campaña para inscribir en una base de datos a los “defensores de la patria” que no estén dispuestos a permitir que Gustavo Petro se atornille en el poder como Maduro.
Posar de bravo y con una motosierra encendida, como a su manera intentan hacerlo Santos, De la Espriella y tantos más, llevó a Javier Milei a la presidencia de la Argentina, aunque en la intimidad se trate de un niño adulto que duerme rodeado de sus perros y que profesa una extraña sumisión a su hermana menor, Karina, “el jefe” en la sombra del gobierno libertario.
Como buen macho revolucionario bolivariano, y tras conocerse el resultado de la elección, Nicolás Maduro respondió al calificativo de “dictador” lanzado por Javier Milei de la manera en que suelen arreglarse los problemas en el barrio: midiendo quién la tiene más larga. “No me aguantas un round, bicho cobarde, fascista, vendepatria, estúpido”.
Porque no es un tema exclusivo de la derecha. La llamada Primera Línea, en Colombia, fue el brazo armado de la izquierda para desestabilizar al gobierno del presidente Iván Duque durante un estallido social que tuvo poco de espontáneo y que, a punta de jóvenes mutilados por la represión policial, allanó el camino de Petro a la Casa de Nariño.
Si los bravucones de derecha e izquierda no se atreven a pedirle al pueblo colombiano lo mismo que en estos momentos demandan de los venezolanos es porque saben que las fuerzas están más equilibradas de este lado de la frontera y cualquier intento de inclinar la balanza hacia uno de los extremos significaría un río de sangre en las calles o la antesala de una guerra civil.
La rebelión violenta de una sociedad soberana en contra de sus gobernantes es una decisión que atañe exclusivamente a los ciudadanos del país en conflicto, no debe obedecer jamás a la incitación al odio o a la supuesta toma de conciencia promovida por actores foráneos o agentes internos que buscan pescar en río revuelto. Peor que impulsar un tiranicidio es dar vía libre a un fratricidio masivo para derrocar a un tirano.