Juan Alejandro Tapia /Foto: Cortesía
[Opinión] Odio de clase
Desde el 1 de mayo, el presidente Petro no ha hecho sino remover las fibras del resentimiento entre los colombianos, afirma Juan A. Tapia. Un evidente discurso de odio que, según el columnista, no solo persigue el apoyo de sus seguidores, sino la garantía de un villano en caso de un nuevo estallido social.
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En la política colombiana, y en la de casi todos los países latinoamericanos, hay una fuerza más poderosa que las ideologías de derecha, centro o izquierda; una fuerza que prevalece a la inclinación por un modelo económico; una fuerza que supera las convicciones sobre la naturaleza y el alcance del Estado; una fuerza que, manejada como un lanzallamas, es capaz de llevar al poder a un líder incendiario o mantenerlo al frente de una nación por tiempo indefinido, producir un estallido social o hasta una guerra civil. Esa fuerza, como sospecharán por el título de esta columna, es el odio de clase.
Entiéndase como el rencor de una clase social a otra, incubado durante décadas o siglos, dentro de un territorio compartido: un país, una ciudad, un barrio incluso. Transmitido de padres a hijos, responde a factores como la capacidad monetaria y el acceso a oportunidades, primordialmente.
Por lo general, la instrumentalización de este pus por parte de políticos que canalizan el resentimiento e incentivan el deseo de venganza es más visible y ruidosa en línea ascendente, de pobres a ricos, pero funciona también en línea descendente.
Con su verbo inflamable, el presidente argentino Javier Milei ha atizado a las élites de su país y a una clase media hastiada de los políticos tradicionales con un discurso añejo de odio de clase disfrazado de renovada ideología libertaria.
Tras promover el libre mercado, la reivindicación de la propiedad privada y la reducción del Estado a funciones básicas y limitadas, Milei lanza ahora un fósforo encendido a sindicalistas, docentes oficiales, estudiantes, madres cabeza de hogar y todo aquel que reciba un subsidio. Su lógica es simple y de combustión inmediata: son unos parásitos.
A diferencia de la de Milei, la retórica de Nicolás Maduro, en Venezuela, parece haber perdido chispa. Después de un cuarto de siglo del chavismo en el poder, la estrategia de instigación continuada al odio de clase luce desgastada; pero, así el régimen bolivariano caiga por fin en las presidenciales del 28 de julio, la reconciliación nacional podría tardar años, quizá décadas.
Será necesario que los venezolanos vuelvan a reconocerse y aceptarse, tanto los acaudalados que emigraron al aristocrático barrio Salamanca, de Madrid, y los que venden bebidas energizantes en los semáforos de Colombia, como los que defendieron con las armas la revolución socialista en las calles de Caracas.
Desde el 1 de mayo, cuando llenó la Plaza de Bolívar y recibió el respaldo de cientos de miles de colombianos que salieron a marchar, el presidente Gustavo Petro no ha hecho sino remover las fibras del resentimiento entre las clases menos favorecidas.
Cada vez que toma un micrófono en sus manos, el jefe del Estado aprovecha su elocuencia para tensar más la cuerda de la división, en un evidente discurso de odio que no solo persigue el apoyo de sus seguidores, sino la garantía de un villano a la altura de alguien como él en caso de un nuevo estallido social.
Un monstruo de mil cabezas que aglutine a los políticos de la oposición, la prensa al servicio de los conglomerados, los empresarios, unos cuantos magistrados, varios excomandantes de las Fuerzas Militares, los tibios del centro y la izquierda y hasta a los vecinos que promovieron los cacerolazos en Cedritos. A ese país que a Petro le resulta despreciable, pero que es imprescindible para darle sentido a su gobierno.
¿Alguien cree realmente que el estallido social de 2021, que llevó al líder del Pacto Histórico al poder el año siguiente, fue una manifestación espontánea de la sociedad civil? No. Lo que hicieron Petro, Gustavo Bolívar, Francia Márquez y tantos otros que hoy forman parte del ejecutivo fue despertar a un tigre dormido. Y el problema de jugar con una fiera es que en un solo movimiento en falso puede comerse al domador.
Hace poco pasó por la cartelera nacional la película ‘Civil War’, del director y guionista Alex Garland, protagonizada por Kirsten Dunst y el brasileño Wagner Moura, recordado por su interpretación de Pablo Escobar en la serie ‘Narcos’, de Netflix.
En un futuro cercano, tan cercano que son imperceptibles las diferencias con el presente, Estados Unidos está dividido en facciones radicales con bandera y ejército propio, un presagio de lo que podría ocurrir si Donald Trump regresa a la Casa Blanca con su discurso incendiario de una América para los americanos.
Más que una guerra convencional, lo que vemos es una carnicería humana en la que un grupo de periodistas independientes queda atrapado entre algunos de los nosecuantos bandos en conflicto. En la escena cumbre de la cinta, un mercenario les apunta con un fusil y les pregunta de dónde son. “Estadounidenses”, responden, convencidos de que ese gentilicio genérico será suficiente para salvarse. “Estadounidenses, sí… ¿Pero qué clase de estadounidenses?”, inquiere el combatiente en camuflado antes de comenzar a dispararles.