Jaime Santamaría /Foto: Cortesía
[Opinión] “Ni rastro de ellos, los devoró la selva”
El clásico literario La Vorágine llega al centenario y lo relatado por José Eustasio Rivera no se aleja mucho de la extracción ilegal de oro, la tala de árboles y las zonas de enclave narco de la Colombia de hoy, reflexiona Jaime Santamaría en esta columna.
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A los 100 años de la escritura del clásico de la literatura colombiana La Vorágine, quiero compartir algunas ocurrencias y reflexiones que se conectan con el presente. Creo que todos los de mi generación tuvimos el gusto, y también el infortunio, de enfrentarnos a La Vorágine como parte de los textos obligatorios en la formación de bachillerato.
Contrasto gusto y pena porque, precisamente y creo no equivocarme, esa fue la relación de la mayoría de bachilleres noventeros con el relato del abogado huilense José Eustasio Rivera. Para un joven costeño como yo, aquel relato colorido y costumbrista parecía un ladrillo pesado en medio de otros intereses más ligeros y llamativos en los 90, cuando parecía que presenciábamos el fin de la historia y estábamos ante el último hombre.
Ya en la universidad, empecé a leer con otros ojos y a ver otras aristas de este Corazón de las tinieblas nuestro. En las relecturas y búsquedas de mi propia selva interior, y también en medio de los avatares del amor, recuerdo la descripción del paisaje colorido adornado por el río, la promesa de dinero fácil, las tensiones entre las demandas transnacionales y las guerras intestinas locales, la extracción obscena de recursos y la ley del monte que se impone en los territorios sin Dios ni ley; la belleza exuberante de esa gran selva amazónica y también su desbordante otredad feroz e indómita.
El capital destruye, pero la selva viva se impone con fuerza aplastante en respuesta. Como en la imagen de la serpiente que se muerde su propia cola, en La Vorágine aparece explayado el destino paradójico y también entrópico de la lógica capitalista y de la extracción: la destrucción palmaria de todo lo que toca y alcanza el modelo económico que privilegia la renta para unos pocos.
Las veredas alejadas, la manigua, los ríos, y en general el mundo del monte húmedo; las tiendas de campaña, el entusiasmo por la fiebre del caucho, la abundancia de dinero y la sensación de libertad radical; el tráfico de armas y recursos naturales, la trata de personas y la violencia intestina en corredores de la muerte.
Toda esta suma de elementos de monte que ambienta el relato de Rivera no está lejos del paisaje que acompaña hoy la extracción ilegal de oro, la tala de árboles y todas las dificultades que se viven en las zonas de enclave para el narcotráfico.
Aunque ha pasado un siglo desde su escritura, La Vorágine no solo habla de las contradicciones subjetivas de un héroe como Arturo Cova que se debate entre la tentación de la promesa del dinero fácil y la necesidad de justicia que le exige la violencia que presencia; entre la epopeya propia de salvar a su amada, la joven rebelde Alicia, y su propio afán de vida bohemia.
También es un libro que nos pone en frente —descarnadamente— la esclavitud, la prostitución, la violencia, el hambre y la supremacía del hombre blanco sobre el mundo indígena y campesino; supremacía impuesta con la fuerza y las armas.
Se trata de un libro difícil de dirigir —quizá por eso también lo fue para mí de joven—. Como todo gran relato, el héroe libra una batalla personal contra las fuerzas del mal —encarnadas en grupos de traficantes y terratenientes—, pero también el gran mal, el colonizador extranjero que produce el caos lejos de las grandes metrópolis; fuerzas ocultas que financian, con intereses particulares desde el norte global a guerras en vastos territorios del sur global (en Medio Oriente, África, México, Centro América o Colombia).
El agua, como el fundamento de la vida, aparece como vaso comunicante de las economías ilegales y donde flotan cuerpos que ya no fueron llorados ni enterrados. Nuestro destino planetario en medio de este modelo aceleracionista y de extracción rentista, donde todos los días pululan nuevos conflictos y guerras privadas, donde cada vez se inauguran inéditas formas de la necropolítica, parece condenarnos a ese punto ciego en el que termina la gran epopeya fallida de Rivera: “ni rastro de ellos, los devoró la selva”.