Jaime Santamaría /Foto: Cortesía
[Opinión] Necropoder
Las narrativas con cadáveres tienen una inusitada potencia sensible para la producción del horror. Sobre los mensajes que envían cabezas abandonadas o cuerpos descuartizados, en ciudades como Barranquilla (Colombia) o Juárez (México), reflexiona Jaime Santamaría en esta columna.
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Esta semana, desde su cuenta oficial de X, Gustavo Petro ordenó una ofensiva total contra disidencias de las Farc (en particular integrantes del Estado Mayor Central) luego que este grupo profanó cuatro cadáveres de militares que cayeron este fin de semana en enfrentamientos en zona rural del municipio de Argelia, en el occidente del Cauca.
Este acto macabro que hace recordar el famoso episodio de la Ilíada en el que Aquiles, carcomido por la ira, mata en combate al noble príncipe Héctor. Lo llamativo no es el hecho de dar muerte, sino que no siendo suficiente para saciar la sed de venganza, ata el cadáver por los tobillos a su carro de guerra, lo arrastra con sevicia y no permite su sepultura.
Aunque la Ilíada es un festín de brutalidad y violencia esperpéntica, la obra alcanza el clímax con este acto atroz. ¡Hasta los dioses retroceden con espanto frente a la ira de Aquiles! Y será Zeus quien, finalmente, le ordena que le entregue el cadáver al rey Príamo, padre del difunto, para que le brinde los honores respectivos.
Hace ya casi dos décadas, el camerunés Achille Mbembe introdujo una categoría que pretende dar cuenta de la brutalidad y la barbarie en el mundo contemporáneo: se trata del concepto de necropoder.
Influenciado por las ideas de Michel Foucault y Giorgio Agamben en lo que respecta a la soberanía, es decir, un poder soberano que decide quién vive y quien muere, Mbembe reflexiona sobre las formas de violencia en África y lo que podríamos llamar el sur global; en últimas, la poscolonia.
Por poscolonia el camerunés entiende un territorio palimpsesto de violencias que se reciclan y reescriben hoy a través de los carteles de droga, tráfico y trata de personas, venta ilegal de armas, tala indiscriminada de árboles y deforestación a gran escala.
También todas las formas de minería ilegal y explotación de recursos naturales, comercio de fauna y biodiversidad, corrupción y manipulación electoral por parte de clanes políticos que funcionan más como cacicazgos aferrados a poderes en decadencia; una apología al caos y al desorden, para usar la expresión de Jean y Jhon Comarroff.
En estos contextos, donde el poder se despliega en estado de sitio, grupos de comandos y grupos al margen de la ley (pseudos guerrillas) venden sus servicios de seguridad y administran la soberanía en territorios sin dios ni ley; se trata de campos donde solo reina el locus de un estado de excepción que, en palabras de Walter Benjamin, ha devenido la norma. La producción de cadáveres, huesos y de muerte son el fin último de la forma más acabada del capitalismo gore, para usar la expresión de Sayak Valencia.
Lo curioso del necropoder, en todas sus formas difusas, plásticas y variadas, es que se ensalza con el cadáver y despliega su potencia sobre el cuerpo brutalmente asesinado. Como dice la antropóloga colombiana María Victoria Uribe, mientras hablaba de las icónicas masacres de la época de la Violencia en el Tolima, no se trata solo de matar, se debe rematar y contramatar.
El necropoder produce una escritura (o necroescrituras) con los cadáveres. Hace y dispone estéticas (o necroestéticas) que tienen una inusitada potencia sensible para la producción del horror. Cabezas abandonadas, cuerpos descuartizados en medio de las zonas de más concurrencia de ciudades como Barranquilla o Juárez son solo ejemplos que llenan la galería del necropoder en el mundo contemporáneo.
Este poder que insiste más allá de la vida borra la línea que separa el mundo de los vivos del mundo de los muertos (qué es lo que tanto escandalizó a los dioses de la acción atroz de Aquiles).
El espacio de la muerte y el espacio de la vida se vuelven indistinguibles entre sí y la naturaleza queda reducida a simple materia objeto de renta y extracción, lo orgánico se vuelve con suma facilidad mineral, y la dignidad de lo vivo que insiste puede volverse mercancía de cualquier economía ilegal que, por ser ilegal, no deja de ser el fundamento último del capitalismo en su forma de acumulación siempre originaria.
En este pesimismo extendido, y producido también, en el que pareciese que la desesperanza también se vuelve la norma, la vida insiste. Las políticas de la vida resisten y las formas de comunidad que hacen apuestan perviven pese a todo.
En un mundo donde el necropoder es el lado oscuro del éxito del mercado capitalista y neoliberal, tendremos que avanzar con firmeza frente a la crisis climática planetaria y tomar decisiones claras que apuntalen a no legitimar nunca más la excepción necropolítica; es decir, hacer objeción a la avanzada indiscriminada del capital y su concomitante producción mortífera de cadáveres.