Juan Alejandro Tapia /Foto: Cortesía
[Opinión] La teoría del pato
El traslado a guarniciones militares se convirtió en motivo de celebración para condenados y procesados por corrupción. En su columna, Juan A. Tapia aborda la doble moral de políticos, abogados y hasta periodistas que desacreditan su trabajo.
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Cuando un ciudadano “de bien” empieza a asumir poses o a comportarse como un delincuente es porque ha dejado de serlo o nunca lo fue. El refranero lo expresa más claro: si camina como pato y grazna como pato, seguramente es un pato. Ejemplo dan los políticos cuando, procesados por la justicia, encarcelados en muchos casos, celebran la preclusión, el vencimiento de términos o hasta el traslado a una guarnición militar cercana a su lugar de residencia como el triunfo de la verdad o la prueba irrefutable de su inocencia.
Todo lo contrario. No hay mayor indicador para reconocer a un pato, o a un político en aprietos que intenta evadir su responsabilidad, que esos traslados incomprensibles para el resto de la sociedad, obtenidos por artilugios jurídicos, que marcan la diferencia entre un delincuente cualquiera y uno de cuello blanco.
En Colombia, la estrategia para sortear “contratiempos” judiciales por compra de votos, contratos amañados o desfalco al Estado parece de manual: conseguir la remisión a un batallón hasta que un juez de la República, por buen comportamiento, colaboración con la Fiscalía o tres cuartas partes de la pena cumplida, decida enviar al político a terminar su condena en casa o dejarlo en libertad condicional.
La han puesto en práctica, recientemente, patos como el exsenador Eduardo Pulgar y la exrepresentante Aida Merlano, en Atlántico. Seguir el rastro que dejan, copiar sus artimañas, no puede más que confirmar la pertenencia a la misma especie.
Son las pequeñas victorias judiciales que cuestan fortunas en honorarios y que no persiguen la inocencia del defendido sino asegurarle una estadía medianamente cómoda durante el tiempo que dure privado de la libertad, con la posibilidad de recibir desde su cónyuge hasta su amante en condiciones de privacidad y que los hijos -con mayor razón si son niños- entren y salgan sin exponerlos a los controles excesivos de una penitenciaría ni al descrédito de hacer fila con los familiares de esa gente que mata, roba, viola, secuestra o extorsiona. Nada que ver con papá o mamá, que son presos de otra categoría, gente de bien.
También hay periodistas que graznan como patos. Que son capaces de echar agua sucia a las investigaciones de medios de comunicación que no ceden a intereses políticos ni económicos solo por quedar bien con sus patrocinadores. Para reconocerlos basta con afinar el oído o darse una vuelta por sus redes sociales.
Lo suyo es una competencia por llamar la atención de sus mecenas: quién es capaz de permanecer más tiempo de rodillas, quién pronuncia o escribe el elogio más desproporcionado, quién felicita primero el día del cumpleaños. Más que periodistas son mercaderes de la información o de los medios a los que representan. O de sí mismos. O patos.