Juan Alejandro Tapia /Foto: Cortesía
[Opinión] La duda
De todos los males que ha traído al periodismo la obstinación por seguir el ritmo de las redes sociales, ninguno tan perjudicial como desestimular la duda en los reporteros, plantea Juan Alejandro Tapia dentro de una serie de reflexiones sobre esta profesión, en la Universidad Autónoma del Caribe.
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Siempre es agradable volver al lugar donde estudiaste. Los pasillos susurran historias, las paredes remueven recuerdos, y en los salones, como fantasmas, aparecen rostros de hace 25 ó 30 años, cuando la universidad era otra, el mundo era otro, y el joven cándido que fui, también lo era.
Hace una semana, invitado por el programa de Comunicación Social de la Universidad Autónoma del Caribe, participé en el conversatorio ‘La verdad sobre las mentiras en el periodismo’, con mis colegas Germán Corcho y Katherine Meléndez, moderado por la docente Catalina Rojano.
Empecé por referirme a la duda. De todos los males que ha traído al periodismo la obstinación por seguir los algoritmos de las redes sociales, cual ganado para degüello, ninguno tan perjudicial como el de haber desestimulado la duda en los reporteros, es decir, el método cartesiano de cuestionarlo todo y a todos, que incluía, por supuesto, a uno mismo.
Las redes, cuando son utilizadas como insumo básico para la producción de noticias en serie, estrategia de mercado adoptada por incontables medios de comunicación del país y el exterior, subyugan la actividad periodística a la ‘dictadura del clic’ o la ‘tiranía del me gusta’. Y a ese pozo oscuro y profundo va a parar también la vocación de muchos periodistas, veteranos y recién graduados.
Como consumidores de redes, y los periodistas estamos obligados a serlo, damos por veraz y trascendente lo que es tendencia o lo que proviene de personas con muchos seguidores o decididamente ‘influencers’. Una premisa sencilla reduce entonces el ejercicio periodístico a su mínima expresión y elimina la duda: “¿Para dónde va Vicente? Para donde va la gente”.
Tras la victoria contundente de Nayib Bukele en El Salvador a principios de febrero, reelegido con el 85% de los votos, el diario El País, de España, analizó la estrategia del presidente de valerse de ‘influencers’ iberoamericanos para hacer contrapeso a los periodistas, y los riesgos para la sociedad de confundir un trabajo con otro.
Un video del ‘youtuber’ mexicano Luisito Comunica en el llamado ‘Alcatraz de Bukele’, la prisión de máxima seguridad que fue construida en tiempo récord por el presidente, fue cuestionado por falta de ética y transparencia por hacer propaganda al gobernante y frivolizar el espinoso trasfondo de violación de derechos humanos que esconde el Centro de Confinamiento del Terrorismo.
El 14 de febrero, finalizado el Carnaval de Barranquilla, publiqué en La Contratopedia la columna ‘Disfraz de periodista‘, en la que pedí a las audiencias no confundir el rol de ‘influencer’, jefe de prensa, publicista o relacionista público con el de periodista.
El respeto por la información es una responsabilidad de doble vía que suele analizarse desde un solo lado. Las audiencias no son inocentes, y sin su colaboración el esfuerzo de los periodistas por mejorar la calidad de los contenidos es vano. ¿Qué clase de consumidores de información somos? ¿Acudimos a las redes sociales y los medios tradicionales para reafirmar nuestras opiniones? ¿Nos consideramos lectores críticos? ¿Cuáles son nuestros mecanismos de detección de ‘fake news’?
Son interrogantes dirigidos también a los periodistas y, desde ya, a los estudiantes de periodismo, pues, expuestos como nadie al bombardeo de hechos, tendencias y manipulaciones de las redes sociales, bajamos la guardia y confundimos el trigo con la cizaña.
En abril de 1998 fui contratado por El Heraldo para trabajar en la sección judicial, la temida crónica roja. Mi aspiración era convertirme en periodista deportivo y viajar por el mundo, pero “es lo que hay”, me dijo la sempiterna secretaria de dirección, Maruja Abello. Pronto aprendería mi primera y más importante lección en el periodismo.
La pregunta, formulada por el entonces subdirector del periódico, Juan B. Fernández Noguera, retumba todavía en mi cabeza cada vez que preparo un material que lleva mi nombre: “¿Estás seguro, Tapia?”. Siempre agradeceré su severidad para instalar en mi cerebro un sistema de alertas tempranas que ha sido el soporte de mi carrera.
¿Estás seguro? ¿De lo que te contaron? ¿De lo que investigaste? ¿De lo que escribiste? Dudar de todo, de los demás y de uno mismo es lo que marca la diferencia entre un buen periodista y ese que atrapa en el aire el hueso sin carne que muchas veces le lanzan desde las redes sociales y los medios de comunicación tradicionales.
La duda lleva de la mano, como una madre protectora, a la rigurosidad. Un periodista que duda hará de la precisión su carta de presentación y entenderá, más temprano que tarde, que nunca da lo mismo. No es lo mismo un accidente de tránsito en la carrera 46 con calle 90, frente a la fachada de la Universidad Autónoma del Caribe, que uno en la calle 90 con carrera 46. Unos metros hacia allá o hacia acá cambiarán la perspectiva del lector, el oyente o incluso del televidente.
Una anécdota de aquellos primeros años en la crónica roja: el 7 de noviembre de 2000 fue asesinado en Barranquilla el presidente seccional de la Federación de Distribuidores Minoristas de Derivados del Petróleo (Fendipetróleo), cuya identidad omito por respeto a su familia. Esa noche me percaté, casi en horario de cierre, de que no había una sola fotografía de la víctima en el archivo del periódico. Pedí un negativo a la competencia, el diario La Libertad, pero llegó acompañado de una hoja con un mensaje escrito a mano: “No estamos seguros de que sea él”.
Sin tiempo que perder, grabé en mi memoria el rostro del negativo y corrí a Medicina Legal en un carro del periódico. Allí imploré la colaboración del vigilante para entrar a la morgue a corroborar que se trataba de la misma persona que aparecía en la imagen que tenía. “Voy a tardar un minuto”, dije, y logré convencerlo. La foto apareció en primera plana el día siguiente.
No hay secreto distinto para el rigor que la palabra misma: “excesiva y escrupulosa severidad”, según la Real Academia Española. Pero ser riguroso, convertir la verificación de datos en una obsesión, conlleva tiempo, y la falta de este es uno de los problemas que enfrentan los periodistas. A la indiscutida recarga laboral que imponen los medios a sus reporteros hay que sumarle la dificultad de conseguir y confirmar información en países como Colombia. Sin embargo, todo toma el tiempo que toma, y si una duda taladra el cerebro no es correcto publicar sin dilucidarla.
La falta de rigurosidad es la gran aliada del periodismo basura que se mueve al vaivén de las tendencias y olvida su verdadero papel: el de contrapoder. El periodista no es un simple notario de la realidad, es su más fiel vigilante. No es un gato mimado, como lo han hecho ver los poderosos de acá y de otras latitudes, sino un perro rabioso que no para de ladrar.