Juan Alejandro Tapia /Foto: Cortesía
[Opinión] El marchómetro
Contar cabezas en una marcha es un ejercicio más sencillo que interpretarla. Las manifestaciones del 21A no pueden llevar a la oposición a cantar victoria ni al Gobierno a olvidarse de su misión por querer sobrepasarlas, plantea en su columna Juan A. Tapia.
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¿Quién es capaz de meter más gente en la Plaza de Bolívar (Bogotá), el Parque de las Luces (Medellín) y sus equivalentes en Cali, Barranquilla, Bucaramanga y Cartagena? La oposición picó en punta este domingo 21 de abril con una muestra categórica de fortaleza y organización al reunir a unas 400.000 personas para quejarse de las reformas del presidente Petro y pedir su renuncia. El Gobierno, para bajarle el tono, calculó que apenas fueron 250.000 y desde ya prepara su revancha con la convocatoria a marchar este primero de mayo para respaldar las iniciativas del cambio.
En la dinámica de medir la temperatura política del país con el número de personas que salen a marchar a favor o en contra del presidente, cada cabecita captada desde el aire por el lente de un dron cuenta para el resultado matemático que será revelado a la prensa por los organizadores o que hará carrera en las redes sociales.
Si la que convoca es la oposición, un cráneo cubierto con sombrero aguadeño —como el que usa el expresidente Uribe— vale por dos en el conteo; y si lo hacen los sindicatos o el mismo Gobierno, un tocado indígena o una cachucha como la que luce ahora Petro multiplica esa presencia por dos o por tres.
Un marchómetro sería la solución tanto para los que inflan las cifras como para los que no dan crédito a la capacidad de convocatoria del otro. Pero el problema no es numérico, de sumas y restas, sino de interpretación. Que la oposición saque a las calles a 400.000, 500.000 o hasta 1.000.000 de personas quiere decir que, en casi dos años de mandato, el primer presidente de izquierda de la historia de Colombia no ha seducido a ninguno de los 10.580.412 votantes que prefirieron la opción disparatada de Rodolfo Hernández en la segunda vuelta de 2022.
El miedo a Petro no ha cedido un centímetro durante su estadía en la Casa de Nariño; al contrario, ha sumado sectores de centro e indecisos. Que no lo han dejado gobernar es tan cierto como que no ha sabido hacerlo, y que la prensa de los conglomerados económicos ha distorsionado su discurso es tan evidente como que el presidente no se ha hecho entender.
El mayor obstáculo para una comunicación asertiva cuando existen diferencias tan profundas entre las partes —como ocurre con el modelo de país y con la imagen que cada actor tiene de su antagonista en esta coyuntura— es el tono, no el mensaje.
Para subir aún más ese tono, el presidente Petro doblará su apuesta por la polarización y el odio de clase: sacar más gente a la calle que la oposición, en una fecha simbólica como la del Día del Trabajo, para demostrar que su mitad del país sigue intacta. No será sencillo por la naturaleza misma de esta expresión ciudadana: salir a marchar es un acto de protesta, no de apoyo.
¿Cuántos marchantes más? ¿Cuántos menos? La meta del presidente del cambio no puede limitarse a mantener, cautivos o amarrados, los votos que garanticen la continuidad de la izquierda en el poder en 2026. Hace 20 meses, Petro ganó de manera democrática las elecciones con 700.601 votos de diferencia sobre el conjunto de fuerzas representado por Hernández. Hoy, el margen luce mucho más estrecho, aunque no tanto como para que la oposición cante victoria.
El error de aferrarse al resultado del marchómetro está en contagiarse de entusiasmo. No hay un solo opositor del Gobierno que, tras las manifestaciones del 21A, dude del triunfo en las presidenciales dentro de dos años. Pero, a estas alturas, la derecha no cuenta todavía con un candidato que agrupe las voluntades repartidas en distintos frentes y plante cara al continuismo, que esta vez tendrá el poder avasallador del Estado de su parte.
El Gobierno tampoco puede dedicarse a contar cabezas en una plaza, a menos de que el objetivo de los 28 meses que le restan haya variado ante la resistencia a aprobar sus reformas —para las que fue elegido— y ahora solo busque conservar el poder a toda costa. Es una cosa o la otra, y la decisión está en manos del presidente. El avance de la reforma pensional en el Senado, tras el acuerdo con los liberales, fue la demostración de que todavía hay una que otra ventana abierta en el Congreso para sus proyectos de cambio.
Si hay algo que da vueltas en la cabeza de Petro es su lugar en la historia. Quizá sueña ser el nuevo Bolívar o disfrutar del reconocimiento internacional, con Nobel de Paz incluido, de Juan Manuel Santos. O que los suyos lo idolatren hasta el fin de sus días, como la derecha con Álvaro Uribe. Pero nada asusta más al presidente que la indiferencia que produce su antecesor, Iván Duque. Que su nombre se lo lleve el viento. Quizá no ha pensado en que puede haber algo peor: ser recordado como un dictador.