Juan Alejandro Tapia /Foto: Cortesía
[Opinión] El dinosaurio
La venta del lote donde funciona la sede de El Heraldo, que será demolida para construir una urbanización, afecta por igual al periodismo que a la identidad colectiva de ciudad, plantea en su columna Juan A. Tapia.
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Hace seis o siete años, en un consejo de redacción de El Heraldo, entiéndase como la reunión matutina de editores de las secciones que componen el periódico, destaqué la labor de los periodistas por encima de las letras de molde en la fachada. “El Heraldo son ustedes, no es el aviso en la puerta, no son los ladrillos”, recuerdo haberles dicho para fomentar la solidaridad y el trabajo en equipo en una época en que la transformación de los medios de comunicación ya dejaba ver lo que vendría con la pandemia y después de esta: el aislamiento del reportero, no solo de su entorno profesional, sino de la sociedad que debe describir y vigilar.
El director de entonces, Marco Schwartz, me había llevado en el cargo de jefe de Información y entre mis funciones estaba dirigir los consejos para debatir los temas del día y definir enfoques y responsabilidades. Era mi segunda temporada en el diario por excelencia de los barranquilleros, después de haber cubierto durante 10 años la crónica roja en el comienzo de mi carrera, y estaba convencido —lo sigo— de que para el desarrollo de un periodista es crucial interactuar con colegas de mayor experiencia y con especialidades diversas.
Recuerdo esto ahora que me entero de la venta del lote donde está situado el edificio emblemático de El Heraldo, en la calle 53B con carrera 46, a una constructora que ya promociona un proyecto de vivienda de interés social en el lugar: el viejo dinosaurio será demolido y no por previsible deja de remover emociones.
La rotativa, esa locomotora cargada de historias, cuyo ruido ensordecedor siempre ha estimulado a redactores y fotógrafos, prenderá motores en la soledad de un parque industrial, y la redacción se mudará a una o varias oficinas en las que la productividad será cuantificada con mayor rigor para pagar el arriendo.
La caída del dinosaurio de ladrillo puede significar la muerte de un estilo de hacer las cosas: el ‘periodismo lento’ de los impresos, el que se da el lujo de dedicar tiempo a investigar, confirmar, escribir, corregir y volver a empezar si es necesario, antes de correr a publicar. El concepto ‘slow journalism’, que retoma el espíritu del periodismo literario estadounidense, surge en 2007 como un antídoto contra la infoxicación —saturación de información por la producción industrial de contenidos— y es aplicable tanto a una noticia como a un reportaje de largo aliento. La profesora británica Susan Greenberg, de la Universidad de Roehampton, acuñó por primera vez el término en un artículo de la revista Prospect al declarar su envidia por las piezas extensas y pulidas de los norteamericanos.
El Heraldo ha estado en el ojo del huracán desde la asunción de Alejandro Char al poder en 2008. Muchos lectores cambiaron su rutina informativa de décadas en respuesta a la cercanía del periódico con el grupo político que ha mantenido por 16 años el control de la Alcaldía de Barranquilla, del que forma parte el exalcalde Jaime Pumarejo Heins, accionista del diario. Las críticas han sido inmisericordes desde algunos sectores, pero la mayoría de los barranquilleros ha compartido la directriz editorial de respaldar el modelo de ciudad.
No es por apoyar a la Casa Char que El Heraldo se ha visto obligado a cambiar su formato de universal a tabloide o a entregar su edificio icónico a una constructora, sino por la transformación del negocio de los impresos y de la manera de acceder a la información. Las familias propietarias habían intentado, en 2023, vender el periódico al grupo Gilinski, dueño de revista Semana y el diario El País, de Cali, pero a última hora las partes desistieron. Como empresarios no pueden dejar pasar esta oportunidad y están en su derecho.
Sin ir más lejos, la gigantesca sede de El Tiempo, el periódico más influyente de Colombia, en la calle 26 de Bogotá, va a ser derribada, también, para construir 1.600 apartamentos. La desaparición de estas moles, aunque justificada como negocio, es un golpe a la identidad urbana que solo podrá dimensionarse cuando no existan.
Hasta hace un par de décadas, la prensa era una de las instituciones más respetadas por los colombianos, y los diarios nacionales y regionales, el símbolo de esa confianza. No volver a verlos en el paisaje citadino será como levantarse una mañana y darse cuenta de que ‘don Antonio’, el portero del edificio donde vivimos todos, no está en su lugar.
En el caso de El Heraldo, la conexión emocional con los barranquilleros lo ha convertido en una especie de faro durante 91 años y, aunque su luz prevalezca en cada edición impresa y digital, su ausencia física dejará un vacío en la memoria colectiva de ciudad. Para un navegante es tan importante la señal que lo guía en la oscuridad como la certeza de que la torre que la emite está donde ha estado siempre.
Los periódicos han sido el escenario natural de ese ‘periodismo lento’ que está ligado a la concepción romántica de la profesión, pero que representa una apuesta demasiado riesgosa para los empresarios: destinar grandes flujos de capital a conformar redacciones numerosas y muy bien capacitadas, que pueden tardar semanas o incluso meses en sacar adelante una investigación. La alternativa, en muchos casos, ha sido vender el dinosaurio o cambiarlo por un perro. Es decir, periodistas sin mayor preparación ni rigor, capaces de producir cantidades ingentes de información desechable para sumarse a la jauría de las redes sociales. Ladrar y ladrar.
Convencidos de que solo el buen periodismo puede salvar al periodismo, algunas de estas grandes casas, lo mismo que medios digitales independientes, han regresado a los orígenes con excelentes resultados. No parece irle mal a El País de España, por ejemplo, que a sus redacciones satélite en Colombia, México, Chile y Argentina acaba de agregarle otra en Estados Unidos. Desconozco cuál es el camino que pretende tomar El Heraldo, y sigo creyendo que el verdadero valor de un medio de comunicación es su personal, no su sede ni mucho menos el lote. Por eso espero que, como en el cuento de Monterroso, cuando despertemos, el dinosaurio —o su esencia, al menos— todavía esté allí.