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Juan Alejandro Tapia /Foto: Cortesía
[Opinión] Yo no vi a Shakira
El Carnaval de Barranquilla no es uno solo, sino varios en uno. Impresiones tras un desfile de Guacherna en el que Shakira se robó todas las miradas aunque nadie la haya visto.
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El colmo de la mala suerte: fui el único de los participantes en “la Guacherna más grande de la historia”, como la definieron los organizadores, que no vio a Shakira desfilar por la carrera 44, no pasó cerca de ella, no sospechó que la reina del pop latino podía ir debajo de ese disfraz de muerte y esa capa de maquillaje, no estuvo a esto de tropezarse con Milan y Sasha ni le pareció extraño ver a una marimonda exhausta sentada en un bordillo del barrio Boston.
Los demás tuvieron esa suerte o los atacó a tiempo la corazonada que los llevó a desviar la mirada y descubrirla ahí, en el río humano, mientras daba rienda suelta a su libertad. La vieron los espectadores apretujados contra las vallas, la vieron los bailarines de las danzas y comparsas, los integrantes de los colectivos de disfraces y los que, como en mi caso, solo fuimos para experimentar esa sensación una vez en la vida, pero no contamos con el mínimo de gracia requerida para provocar un aplauso. La vieron todos, menos uno.
Lo que sí pude ver, bajo una máscara de primate con orejas de elefante y un moco cubierto de lentejuelas —unos se ocultan para ser libres, como la diosa Shakira, y otros lo hacemos para no pasar la pena—, fueron las diferencias marcadas del Carnaval de Barranquilla, que no es uno solo, sino varios en uno.
El Carnaval de los jóvenes de la zona norte, que van a pasar el rato sin comprometerse con coreografías ni atuendos complicados, pues para ellos no es más que un domingo de playa, pero sin vestido de baño; el de los congos, los garabatos y las cumbiambas, auténticos caballeros templarios a cargo del santo grial la tradición; el de las comparsas con tocados de plumas y trajes brillantes, garotas y garotos de Ipaquilla, con sus cuerpos esculpidos por el baile; el de los disfrazados —desde la más humilde marimonda hasta el más producido gorila—, maestros del camuflaje y el espionaje; el del personal de hidratación etílica y energizante, que espera celebrar otro día, y el de la monarquía carnavalera, cada año más llena de gastos y responsabilidades y con un séquito más numeroso.
Vi un palco levantado entre un templo católico y un centro comercial, símbolo atemporal del poder en la ciudad, en el que un rey sin corona recibía el saludo de sus súbditos mientras su corte lo alababa y contemplaba con veneración. No habían ido a ver el desfile, sino a adorarlo a él, la máxima autoridad. Aunque tapados de pies a cabeza con sus capuchones de monocuco, en realidad era un día más en la oficina.
Vi al pueblo celebrar el paso de sus agotados guerreros, con aplausos y vítores, al ritmo de la flauta de millo, las tamboras y los bafles que no paraban de expulsar alusiones a las solteras que ya no lloran sino que facturan. Vi, cuando la marea carnavalera inundaba las calles del Barrio Abajo y de Montecristo, el merecido reconocimiento a los héroes. Recibí palmadas en la espalda por completar el recorrido, me colgué las medallas de los otros sin haber hecho mi mayor esfuerzo, pero no me importó, igual fui a buscar mi premio: un vaso gigante de sancocho y una Costeñita vestida de novia.
Fue cuando por fin me saqué la máscara, me quité los audífonos y apagué la playlist de Bob Dylan que me acompañó durante todo el desfile. Esa misma tarde había visto A Complete Unknown (Un completo desconocido) y estaba tan embebido en las letras del músico de Minnesota que no me pareció mala idea mezclarlas con “volvió Juanita, y dijo que no volvía, volvió con una maleta cargada de lejanías” y “la abeja reina está botando miel”, que me llegaban del exterior.
Vi entonces el otro desfile, la post Guacherna, en la que esos hombres y mujeres que antes bailaban segmentados y sin conocerse, se mezclan y revuelven frente a una tienda de esquina, un patio de arena o una terraza cervecera de los dos únicos barrios donde el Carnaval no es tanto una gozadera como una religión. Satisfechos de haber cumplido el objetivo, como esos corredores sin aspiraciones profesionales que cruzan la meta del Maratón de Nueva York, todos compartimos detalles de nuestra aventura. No escuché a nadie decir que había visto a Shakira.