Juan Alejandro Tapia /Foto: Cortesía
[Opinión] El lápiz y la pistola
La amenaza de muerte a un reportero de Vorágine es el más reciente intento por silenciar el periodismo que no representa a los poderes político y económico, y que tiene en la honestidad su bien más preciado, plantea Juan A. Tapia.
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En mi novela Amarillo sangre —disculpen la vanidad y hasta la vulgaridad de citarme, pero los personajes ya no hablan con la voz de su autor cuando el libro está terminado—, el protagonista, un reportero de crónica roja que reconstruye el homicidio de un antiguo secretario de Hacienda de Barranquilla y su conexión con uno de los políticos más poderosos de la ciudad, acude a una entrevista en la residencia fortificada de su sospechoso sin tener pruebas que lo incriminen, solo por seguir su instinto, y antes de entrar es sometido a una requisa bastante incómoda por el personal de seguridad.
Uno de los guardaespaldas del político, mientras palpa los genitales del periodista, le pregunta con cara de pocos amigos si lleva armas, y Joaquín Higuera, el reportero intuitivo, responde:
—La cámara y el lápiz, solamente. Que son más peligrosos que su pistola, aunque no tan mortales.
Recordé esta escena luego de leer el editorial de la revista digital Vorágine, escrito por su director José Guarnizo, sobre la amenaza de muerte que recibió hace pocos días uno de los reporteros de este medio independiente, Nicolás Sánchez Arévalo, mientras indagaba sobre los nexos del paramilitarismo y el narcotráfico con la clase empresarial del país.
Amenazar a un periodista es más sencillo de lo que parece, sobre todo cuando no es una estrella de esa prensa que protege los intereses de la clase empresarial, sino que forma parte de un portal de investigación ajeno a los poderes político y económico o ejerce desde las regiones como corresponsal o emprendedor web.
Aunque su profesión les permite tener mayor visibilidad y resonancia que otros trabajadores, los reporteros en Colombia cumplen horarios más largos, intensos y extenuantes que cualquier empleado promedio de fábrica, ganan poco, utilizan el transporte público —o pagan su carro a cuotas— y no cuentan con ninguna protección estatal para su función. ¿Por qué representan, entonces, un peligro para mafias, políticos y empresarios?
No es por su valentía, hay jueces, fiscales, policías y otros agentes del Estado que han enfrentado a los delincuentes con más vehemencia que los periodistas, metiéndolos a la cárcel o dándolos de baja. Tampoco por una capacidad analítica fuera de lo común: genios del mal es lo que ha habido en el crimen organizado y entre los corruptos de cuello blanco. En cambio, es esa condición de desvalidos, sumada a la honestidad a prueba de balas, regalos y coimas de muchos periodistas, lo que los vuelve peligrosos, insoportables e indescifrables.
Ministros, magistrados, jueces, fiscales, militares, policías, funcionarios de todas las instituciones de protección de los derechos ciudadanos —entiéndase Procuraduría, Defensoría y el etcétera de ías— cuentan con el respaldo del Estado, así en ocasiones no les sirva de nada. Los periodistas ni siquiera eso. Su honestidad, defendida con un lápiz —por los de antes— o un celular —los de ahora—, resulta escandalosamente chocante en un mundo de compra y venta de conciencias donde todo tiene un precio.
Por eso la honestidad es el bien más preciado de un periodista, no su facilidad de expresión oral o escrita ni su destreza investigativa.
A nadie atemoriza un periodista con una estantería repleta de premios y una legión de seguidores en las redes sociales si es posible tentarlo con una pauta publicitaria, un maletín con billetes, un depósito en su cuenta de ahorros o un obsequio por mirar hacia otro lado. En cambio, el reportero desvalido que apunta a los poderosos con su cámara y su lápiz produce escalofrío.
Hace menos de dos meses, la periodista Laura Ardila tuvo que exiliarse en España tras recibir amenazas por su actividad. Después de la publicación de su libro La Costa nostra, la Unidad Nacional de Protección —UNP— determinó que su nivel de riesgo era “extraordinario” y le asignó dos escoltas y una camioneta, pero se sentía tan extraña e impedida para desarrollar su profesión que prefirió marcharse. Lápices y pistolas no suelen llevárselas bien.